sábado, 27 de febrero de 2010

"Déjame soñar contigo".


El sol, cauteloso empezaba a despuntar en el horizonte, y con él, los primerizos rayos alumbraban la terraza de Marta. Como todas las manañas, Marta adormecida, seguía un cotidiano ritual. Se levantaba. Iba al baño, lavaba su cara y preparaba el desayuno. Un significativo e intenso aroma a café recorría la casa. Preparó su cafe con leche, agarró la taza y se dispusó a salir a la terraza a contemplar aquella preciosa y cálida mañana.

Era una amplía terraza, llena de jardineras, y en estas, cientos de florecillas despuntaban y empezaban a ver la luz. Dejó la taza sobre una mesa que había en la terraza, y se arrimó al muro. Una suave brisa peino su pelo. Cogió aire y alzó sus brazos para estirarse, y gritó: ¡buenos días Salamanca!.
Marta tenía 38 años, era ponente en la universidad de Salamanca e impartía clases de derecho allí. Llevaba siete años en la ciudad pero ella era canaria, de la isla de Tenerife. Tenía un dulce acento tinerfeño al hablar, que así la delataba.
Se sentó junto a la mesa y se dispusó a pintarse las uñas de los pies. Tenía un pie en el suelo y otro justo sobre la silla. Con una mano sostenía su rodilla y con la otra coloreaba sus uñas, tranquilamente, sin prisas, pués esa manana no tenía clases.
De fondo, la evocadora y sugestiva voz de "Sade". Ni por un instante, sospechaba que sigilosa en sus movimientos, estos, estaban siendo observados por su vecino.
Iván salió a fumar y discreto, se quedó entre sus plantas al verla a ella. Él era unos años menor que ella, compartía piso y era estudiante de arquitectura. Ambos tenían en común que eran dos extranos en una bella ciudad. Él era de Vigo; y como buen amante del arte, adoraba la belleza que Marta proclamaba.
La observaba en el ascensor, la veía llegar a casa, cargada de libros, con paso liviano. Parecía un angel en nubes de algodón. La contemplaba leer en la terraza, regar y mimar con delicadeza sus plantas, pero como más la admiraba, era tal cual estaba en ese instante. Recién levantada, con el pelo enmarañado y la cara lavada. Con esa camiseta blanca de tirantes anchos y las piernas totalmente desnudas.
En su figura al tras luz, pudo percatarse de que no llevaba sujetador, y que la camiseta desgastada y vieja, justo tapaba un coulotte que él pudo divisar en el precioso instante en el que ella se estiraba y le daba los buenos días a Salamanca. Era un coulotte blanco, de algodón. A los lados, llevaba dos finas tiras de raso rosa, y al final de estas, exactamente sobre sus muslos, unos pequeños lacitos. Uno a cada lado. Algo sutil y sencillo. Sin pretensiones, tal como era Marta.
Una chica risueña, sencilla y humilde. Iván la veía como algo inalcanzable a sus pensamientos, pero no por ello, dejaba de pensar en ella, de desearla para sí mismo. Era castaña, y bajo el sol unos rojizos reflejos alumbraban su lacia melena. Tenia una piel morena, color canela. Una piel mimada por el sol. Sus ojos eran de un marrón pardo. Enigmáticos y felinos, dependiendo de la luz, se tornaban oscuros, misteriosos, negros, como la fría y eclipsada noche. Tenía una mirada incandescente, que te absorbía con ella. Sus labios eran voluminosos, apetitosos, tiernos. Su rostro, era limpio, reluciente, puro. Despertaba un halo irisado de luz a su alrededor, era como una ensoñacion. Su cara de angel, su alma tenía presa. Ella terminó de pintar sus uñas y entró de nuevo en la casa.
Iván en cuestión de segundos paso de la delicia de deleitarse con su presencia, al tormento de su ausencia. Así, sin pensar, decidió ir a su casa, con el pretexto de llevarla unas cartas que el cartero, por equivocación dejó en su buzón.
Él no era demasiado alto, era un chico desaliñado y descuidado. Vestía bastante hippie. Su pelo era ondulado, moreno, escalado y ligeramente le cubría los hombros. De piel blanquecina, tersa y muy fina y con unos ojos color miel, que le daban un aire cándido y angelical.
Ella inocentemente abrió la puerta sin pensar, pués esperaba la visita de una amiga. Marta perpleja y aturdida intento taparse, estirando hacía abajo la camiseta. Pero, cuanto más intentaba taparse, más expectante se mostraba Iván, pués no se percataba que al bajar su vieja y desgastada camiseta, está, más se pegaba a sus pechos, esplendorosos, redondos y firmes. Eso la hacía más insinuante y fascinante.
Las pupilas de Iván se dilatarón, el pulso se le aceleraba. Se hallaba tembloroso, agitado y sobresaltado, apenas podía sostener las cartas en su mano. Marta al percatarse, cerró la puerta y tomó las manos de él para cogerle las cartas. Corrió a ponerse un pantalón corto de deporte y agradecida, invitó a Iván a tomar un café.
Pasaron a la cocina y allí, se dispusó a preparar el café. Entablaron una conversación sobre las casualidades de ser dos almas insólitas en una ciudad encantadora.
Marta sacó la leche de la nevera y tomó un sorbo, directamente del tetra brick. Se sentía observada; y eso le gustaba. Una ligera sonrisa se dibujo en su rostro y con ella unos hoyuelos picarones se marcarón en sus mejillas. Al reír, la leche emergió de su boca y se le escapó por la comisura de sus labios, cayendo por su barbilla, por su cuello, y empapando su camiseta.
Está, se pegó a sus pechos, como una segunda piel y de repente, un frío recorrió su espalda y en ese precioso instante sus pechos se tornaron tiesos y puntiagudos.
La cafetera sonaba, el café hirviente ya había subido, al igual que ardorosa subió la temperatura de Iván. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Ella expectante le miraba y él se acerco a ella, le retiró el pelo de la nuca y un dulce olor a agua de rosas le invadió; y pasó a susurrarle al oído: "dejamé que mis manos rocen tu cuerpo. Dejamé soñar contigo". Ella se estremeció y le besó. Fue un beso intenso y apasionado. Sus besos eran dulces, explosivos, insólitos. Sabían a ambrosía.
Él, enajenado y abstraído por ella, la agarró por sus nalgas y la posó sobre la pica de la cocina. Allí se desprendio del pantalón y directo, fue a abrir el grifo del agua fría. Marta tenía el chorro de agua justo detrás; y el agua mojaba parte de su espalda y se introducía entre las cachas de su glúteo, prieto y respingón. Él mojo su mano, y mojada, paso la mano por su cara e introdujo sus dedos dentro de su boca. Marta saco su lengua. Los relamía y los mordisqueaba. Iván llenó un vaso de agua, y lo dejó caer sobre la camiseta y sobre el coulotte, pegandose más sus pechos a esta, y a la luz se divisaba una pequeña linea de bello sobre su pubis. Absortó se quedó Iván al ver la belleza de semejante criatura en todo su esplendor.
Posteriormente la alzó y la tendió sobre la mesa, como a una diosa sobre un altar. Entre un acto de veneración y otro de reclamo sigiloso y cauteloso fué retirando su camiseta, y trás ella el coulotte, contraponiendo un ritual pudoroso, con uno de ostensible carnalidad. A la luz quedó todo su majestuoso cuerpo desnudo. Minucioso, se dispuso a ejecutar un acto de tono orgiástico.
Y allí encima, sobre aquel improvisado sagrario, Iván pasó a besar sus pies, y a lamer con delicadeza sus dedos y las uñas color vino que con tanto esmero había pintado ella. Marta, despertó sus más intimos sentidos y los elevó en una oración al infinito; y rebosante de excitación dejó ir un fuerte espasmo que traspasó la cocina, alcanzando a Iván. Su respiración, empezó a entrecortase y sus muslos a contraerse. Su lengua siguió ascendiendo por su pantorrilla. Se detuvo un pequeno instante y flexionó su pierna para lamer el interior de la rodilla. Continuó trepando con minúsculos besos. Recorrio todo su muslo, y justó en su ingle se detuvó y la miró fijamente.
Ella en silencio, con una mirada deleitosa y consternada le pidió que no se detuviera. Él sonrió y con atrevimiento, posó sus manos sobre su sexo, acariciandolo. Se incorporó y la besó con brio y impetu. Pequeños besos recorrían su cuello, deslizando sus manos por sus firmes y voluptuosos pechos, para paladearlos, degustarlos y relamerlos. Se incorporó y fue directo a la nevera.
Sacó una bandeja de fresas, y tomó una. Empezó a mordisquearla, y ella a la vez expectante mordisqueaba sus labios. Tomó otra y la empezó a deslizarla por su nariz, por su boca. Ella la lamía ansiosa. Iván podía notar la efusiva efervescencia de ella, así que prosiguió y deslizó la fresa por su vientre. Marta notó el contraste frío de la fresa sobre su ombligo. Disipose rapidamente con el candente contacto de su piel. Lentamente fué descendiendo la fresa y la introdujo justo en sus entrañas, y de allí, directamente, la tomó Iván y se la comió, junto a su concentrada esencia.
Ella gemía loca de placer, y contraía sus muslos contra la cara de él. Iván se unió a ella y levanto su torso. Su cara estaba bañada por sus salobreños fluidos.
La agarró por los muslos y la arrastro firmementen hacía él. Sus nalgas se deslizarón por toda la mesa para encajar su cadera con la pelbis de él. Y allí sobre aquel retablo, la poseyo; y gozó de ese momento, notando como las manos de Marta apretaban fuertemente sus cachas y las arrimaba hacía dentro suyo. El gemía y ella gritaba. Un gritó efusivo, tan fuerte, que todos los vecinos del deslunado fueron participes de tal exaltación.

sábado, 20 de febrero de 2010

"Cantos de sirenas".

Mientras terminaba de subir el café, Eneas remataba con esmero su trabajo. Estaba eligiendo cual de sus obras vería la luz, pues iba a ser partícipe de una exposición de arte en una galería de A Coruña.

Lo disponía todo para salir. Dio el último sorbo a su café y cargó los cuadros en el coche.
Eneas vivía a diez minutos de A Coruña, en un entorno paisajístico en Da Costa da Morte, un acogedor pueblo lleno de espacios abiertos y salvajes, justo enfrente de la torre Hércules y custodiado por O Seixo Branco. Sus calles frías y solitarias en invierno eran habitadas por gentes que en mayor parte vivían de la mar. Gente desconfiada al tacto pero de gran corazón y nobleza.

Mera, disponía de preciosas y amplias playas de arena blanca y fina. Vivía justo al finalizar el paseo nuevo, en un antiguo pazo con grandes ventanales de madera blanca, techos altos y resonantes y las paredes vestidas por sus obras.
En su jardín, arboles centenarios, suelos de piedras esculpidas y un enorme portal que daba justo al mar infinito. En la segunda planta se hallaba su estudio, desde él, se divisaban los dos faros al unísono.
Eneas, era un bohemio loco, vivía de su arte, de sus cuadros, de su imaginación audaz, tenía la capacidad de introducirte en sus obras llenas de fragilidad con un liviano toque de aversión. Pasaba la mayor parte de su tiempo recluido en el pazo. Era una persona ermitaña de complexión normal, más bien fuerte, pues en múltilples ocasiones salía a faenar con su familia. Tenía unos 35 años, cabellera castaña rizada, piel blanca y anacarada, de descomunales y verdosos ojos, misteriosos y enigmáticos como él. Sus labios, gruesos y cortados delataban el azote constante del viento frío.
Vestía bastante casual; unos vaqueros desgastados y una camiseta de algodón solía ser su indumentaria habitual.
Llegó a la ciudad y fue directo a la galería, allí le estaban esperando. Estuvieron comentando sus obras y la del resto de artistas y después de haberlo supervisado todo decidió volver a casa. De camino, paró en un tienda de pinturas y compró algunos lienzos y pinturas que le hacían falta.
Era medio día y de regreso a Mera aprovecho para dar una vuelta por la playa.
Sentía verdadera atracción por la mar, no en balde lo llevaba en los genes. Era descendiente de pescadores, sus abuelos, sus tíos, su padre; para él, la mar era su enamorada, su amada, su amor imposible. No pasaba ni un sólo día que él no bajara a la playa y disfrutara de su compañía.
Empezó a pasear y en unas rocas vio sentada un hermosa mujer. La vio triste, abatida y cabizbaja, Eneas se acercó y le preguntó si se encontraba bien, ella con un gesto contestó y le apartó. Él insistió y le dijo que su casa estaba a pie de playa, si le necesitaba, tan sólo tenía que ir en su busca. Ella no contestó y continuó llorando. Lentamente fue apartándose, fijando la vista atrás por si necesitaba de su ayuda.
Al llegar a casa subió al estudio, guardó sus nuevas pinturas y los lienzos. Colocó uno de ellos en el caballete e intentó pintar algo, pero por más que lo intentaba no podía olvidar aquella mujer.
Se asomó a la ventara y tras esta, remolinos de viento acuático convertidos en brisa de mar empañaban sus cristales.
Anduvo buscando a la chica, sentía fascinación y curiosidad por ella; y allí la halló. Seguía sentada en la misma roca, en la misma posición, apenas se había movido.
Eneas últimamente, andaba falto de imaginación y verla allí tan sola, tan frágil y desprotegida le inspiró ternura y dulzura, así que quiso plasmarla en uno de sus lienzos. Se apresuró por su caballete y sus pinturas y extasiado comenzó a pintar sin parar.
Poco a poco iba descendiendo el sol, empezó a soplar viento del suroeste, esté a su paso iba peinando las olas. El día se encapotaba y templado marcaba un gris azulado al caer. En silencio, llegó la noche, sigilosa, tenue y de sus nubes surgía un orballo que todo lo humedecía.
Abrió la ventana y asomó su torso. Minuciosa caía la lluvia, refrescándole levemente. Una alegre sensación mojaba su cara acompañada de salitre, de olor a algas traídas de mar adentro.
Alzó la vista y miró a las rocas, con mirada sedienta buscaba su presencia, más no la halló. Desesperado decidió bajar a la playa y allí la vio, tendida en la arena, las olas mecían su cuerpo mar adentro.
Corrió a socorrerla cuál marinero al canto de una sirena. Su cuerpo estaba empapado, su piel gélida y sus labios amoratados. La alzó en sus brazos y a prisa la llevó a casa.
Al llegar la recostó en un sofá, y se apresuró a prender la chimenea. Improvisó un colchón de cojines frente a la lumbre y allí, quito le sus vestimentas mojadas. La tendió y la arropó con una manta para que entrara en calor.
Era morena, de larga melena, delgada pero con curvas bien definidas. Ojos azules e intensos como la mar, lucía unas largas y pobladas pestañas. Sus labios carnosos, hacían casi imposible no besarla.
Fue a la cocina a por una taza de caldo caliente y se la arrimó a la boca. Poco a poco fue volviendo en sí. Eneas, se acercó a ella le retiró el cabello y le susurró algo:
- ¿ cómo os llamáis bella sirena ?.
Ella asustada se apartó; y él le dijo:
- no temais, tan sólo deseo plasmar vuestra belleza en uno de mis lienzos, dejadme que os pinte.
Ella se incorporó y se apresuró a coger sus vestimentas mojadas, se vistió a prisa y salió de la casa.
Echó a correr, como alma que lleva el diablo.
Eneas asombrado se quedó inmóvil, se dispuso a cerrar la puerta, cuando una fuerza ajena a él se lo impidió. Era ella, haciendo presión para entrar. Ambos se quedaron mirándose fijamente, entonces se oyó su voz:
- Eva, me llamo Eva.
Pasó justo delante de la chimenea y frente al asombro de Eneas se destapó, quedando su voluptuoso cuerpo desnudo a la luz, con delicadeza se tendió sobre los cojines. La lumbre iluminaba sus formas y las sombreaba.
Eneas fue por su caballete y sus pinturas y empezó a dibujar su irisada silueta. Pintó y pintó, ella picarona sonreía y; expectante le miraba. Era una mirada que hechizaba los sentidos, cautivadora y seductora. Dejó de pintar y se acerco a ella.
Posó su mano sobre la paleta y sus dedos tomaron forma de pincel y los posó sobre sus pechos. Eran unos pechos suaves y firmes, retaban a la gravedad. Sobre su satinada piel deslizaba sus dedos hasta llegar a su vientre. Encima de su cuerpo destellaba un majestuoso arco iris de colores.
Cosquilleos recorrían el cuerpo de Eva, él besó su vientre, sus muslos y la encantadora sirena alivió su sed con su néctar. Unieron sus cuerpos, sus movimientos rimaban al mismo son.
Sonaron epítetos que plácidamente se tornaron gemidos y justó en ese instante cruzaron los límites de lo terrenal y ambos, se entregaron al deleite y disfrute del momento.

martes, 16 de febrero de 2010

"Negocios de sobremesa".

Aquella mañana de enero, prometía ser expectante. Gemma trabajaba como redactora en una considerada y prestigiosa revista de moda de la ciudad condal.
Era lunes, y como todos los lunes se reunían todos los redactores para mediar sobre los temas de interés que iban a tratar durante la semana.
Su apretada agenda hacía que tuviera mil cosas que atender, por lo que aquella mañana se retrasaba considerablemente.
Al percartase de la hora decidió tomar un táxi, que la llevaría directamente a la redacción. De camino, ella termino de adecentar su maquillaje, para intentar ocultar las muestras de cansancio, pués había estado trabajando en un artículo que le llevo toda la noche en vela.
Gemma era elgante y cuidadosa con su aspecto físico, cautelosa y perfeccionista. Sabía que en su profesión tenía que mimar hasta el úlitmo detalle si quería no pasar desapercibida. Su deslumbrante belleza y su astuta inteligencia no en vano la hacían merecedora del puesto que ocupaba.
Llegando a el Passeig de Gràcia, el táxi la dejó en la puerta de las oficinas. Agarró su maletín y pintó sus labios de rojo carmín y posteriormente, bajó del coche.
Allí mismo, en la acera frente al edifico dónde se hallaba la revita, cambio sus zapatos por unos tacones de aguja, y con paso firme entró en la recepción y fue derecha al ascensor.
En el espejo del ascensor divisó que todo estuviera correctamente en su lugar. Aquella mañana vestía un elegante traje chaqueta falda en cuadro de Gales, negras medias de seda y bajo el traje una blusa blanca sobre la cual muy bien anudada lucía una brillante corbata negra, el pelo perfectamente recogído, y en sus orejas unas perlas.
Andubo un largo pasillo hasta llegar a la sala de juntas. Su ajustada falda dibujaba un minucioso balanceo. Era un vaivén de caderas ejecutado al andar con seguridad y firmeza. Era un movimiento voluble, majestuoso. Cada vez que anteponía un pie frente al otro al pisar el suelo parecía que sus piernas flotaran en el aire, talmente parecía una diosa en una oración elevada al momento. Radiaba sensualidad a cada paso.
Todos y cada uno de los allí presentes expectantes admiraban su belleza y tesón. Al entrar en la sala de Juntas pidio disculpas por el retraso y posteriormente fue a ocupar su lugar.
Ella ocupaba un lugar al otro lado de la sala. Junto a un gran ventanal, a la izquierda del director jefe.
Recorrió una larga mesa de cristal, a su paso despertaba gran excitación. En el ambiente se respiraba la esencia que ella poco a poco desprendía a cada paso que daba. Un dulce olor a Jazmín y flor de azahar, algo que embriagaba los sentidos hasta elevarlos al delirio.
Una vez en su puesto, colgó su abrigo y con sutileza se sentó cruzando sus piernas, una de su rodillas quedó al descubierto, apuntando al director. Levanto su vista y le miró. Su gélida mirada la hacía tremendamente irresistible.
Gemma escuchaba atenta las palabras del director. Él era un hombre de mediana edad, de aspecto azaroso. Vestia bastante casual, unos vaqueros y una camisa de rallas desabotanada y bajo esta, una camiseta de manga corta, zapatillas deportivas y unas pulseras de cuero, que le identificaban como el eterno joven. Bajo su barba su cara curtida por el sol. Su desaliñada melena morena le daba una aire aventurero y peligroso, que le hacía tremendamente seductor.
Gemma interesada en sus palabras le miraba con cautela, mientras deslizaba sus dedos entre su pelo. Con delicadeza se desprendió de la pinza que sugetaba su pelo. A la luz quedó su preciosa melena castaña, casí rojiza. Ella andaba anudando los dedos a sus rizos, una y otra vez, mientras mordisqueaba con cautela sus labios. Él no desviaba ni un sólo momento su mirada, la tenía fija en ella, la admiraba y la deseaba sumamente. Deseaba tocar su piel, olisquearla palmo a palmo, embriagarse de su enérgico olor, enajenarse al notar su sabor, poseerla para sí mismo y culminar su entusiasmo hasta la cúspide del placer.
Poco a poco la temperatura de la sala se iba incrementando, y al notar el calor, suavemente se desprendió de su americana, y la reclinó sobre el respaldo de su silla.
Se levantó y tomó la palabra. Gesticulaba todo el rato mientras hablaba. Después de largo rato debatiendo, tenía la boca seca, casí sin salíba, apenas podía gesticular palabra. Tomó su vaso de la mesa y se dirigió a tomar un sorbo de agua. Arrimó el vaso a su boca, y los cubitos de hielo acariciaban sus tersos y carnosos labios. Bebió y embriago a los presentes con aquellos inocuos fluídos.
Retomó la conversación y sus palabras avivaban su calor lo que la llevó a aflojar el nudo de su corbata y a desabrocharse unos botones de su camisa.
Gemma tomó aire, y notó como su pecho se inchaba. Un vertiginoso escote vislumbraba el encaje de su sujetador. Una esquisita combinación de malvas y grises, bajo un fondo negro. El director se percató de aquel majestuso arcoiris de saten y encaje.
Finalizó su presentación y se sentó. Advirtió los ojos deseosos del director sobre su escote. Aprovecho el momento para cruzar de nuevo sus piernas y mientras lo hacía subió ligeramente su ajusta falda y insinuantemente mostro el liguero que sujetaba sus medias de seda y encaje.
Ella movía su torso mientras sostenía un lápiz que andaba deslizando por sus labios. Dejó el lápiz sobre la mesa para que posteriomente su mano muy despacio, resbalara sobre su corbata. Podía notar el tacto frío de la seda sobre su piel, eso la extremecía y le fascinaba, mientras contenía el aliento mordiendo sus labios y gimoteando en silencio. Él seguía mirandola, ardiente de pasión y se acerco a ella y dulcemente le susurró al oido.....te voy a amar. Quiero oir el sonido de tu voz, esa que sigilosa escondes mordisqueando tus labios. Una sonrisa se dibujo en su rostro.
Una vez finalizada la reunión se quedarón a solas y allí ella termino de desabontonar su camisa, y se la quitó, quedando a la luz su sujetador, ese arcoiris de grisis y malvas, esa combinación de saten y seda que voluptuosamente realzaba sus senos y los hacía más bellos y esplendorosos.
Alzó sus manos hacía su cuello y se desprendió de su corbata. Lentamente la deslizó por su torso medio desnudo, podía notar su dulce y gélido tacto. La sostubo en el aire mientras le miraba fijamente y se abalanzo sobre él para posteriormente atarlo y tumbarlo sobre la gran y helada mesa de cristal. Una vez allí levanto su falda y subió sobre él y allí en medio de la sala de juntas atentos a ser soprendidos dieron rienda suelta a sus fantasías.

"Coloreando el azar".

Sandra y Juan era un matrimonio, como uno de muchos, bastante común. Llevaban doce años casados. Se conocieron en la universidad. Ella estudiaba farmacia y él finanzas, se gustarón desde el primer momento y no se separón hasta entonces.
Juan era moreno de tez, alto, fornido. Por aquél entonces lucía una media melena morena que le hacía tremendamente seductor, sus ojos verdes desprendían vitalidad, simpatía. Era el Don Juan de su promoción. Sandra por el contrario era rubia ojos azules, una chica introvertida, dulce y muy hogareña; una mujer muy comedida.
Después de cuatro años de noviazgo decidieron casarse. Ella pudo abrir su farmacía en el concurrido barrio de Salamanca en Madrid, y él paso a formar parte de una prestigiosa y importante multinacional, ocupaba un cargo de peso en la dirección de la empresa.
Vivían muy acomodadamente en un fasto ático, a pocos metros de la farmacia. Disponían de servicio y de todo tipo de ostentaciones. A la vista de todos, eran la pareja perfecta, la envidia de los festejos a los que acudían.
Al poco, llegaron los niños y con ellos, la felicidad máxima. Rebosaban alegría. Pero con el tiempo llegarón los altibajos, la pesadez, la carga del día a día, la invariabilidad; y la monotonía.
Sandra vivía para su negocio, su hogar y su família, se entregaba de lleno en ello. Juan empezó a viajar mucho, a pasar muchas horas en la oficina, incluso, fantaseaba con su secretaría; esos pensamientos lascivos le hacían imaginar la idea de tener algún affaire con la joven.
Ella notaba que su matrimonio se desmoronaba, perdía el control de su vida y la de su marido y eso la exasperaba muchísimo, así que se propuso recuperar su anterior vida y a su marido. Planeó un viaje a Grecia, concretamente a la isla de Mykonos, sabía que Juan adoraba la ambigüedad que esta proclamaba.
Sandra no espero a que Juan regresara a casa, y fue directamente a la oficina a recogerle. Aquella mañana ella vestía una vaporosa camisa de seda en color gris perla, una ajustada y ceñida falda de tubo en cheviot, con una apertura en la parte trasera de la falda, negras medias de seda y unas botas de en ante negro justo por debajo de la rodilla. Sobre su cuello un collar de perlas a juego con unos pendientes en forma de lágrima. Un abrigo negro de paño cubría su vestimenta. Gafas negras de pasta y un negro birkin de Hermés, en su antebrazo. Entró en el despacho y él sorprendido, fue en su acogida. Juan vestía clásico; un traje negro de Hugo Boss, camisa azúl celeste y corbata a rayas de Loewe en tonos burdeos junto con unos mocasines negros.
Un dulce y frío beso sobre sus labios fueron sus muestras de afecto. En aquel beso no había ni ún atisbo de pasión, ni un pequeño ápice de emoción, estaba claro que algo se había roto en aquel matrimonio.
Ella le comentó su visita y él expectante la escuchaba. Juan puso todo su interés sobre Sandra. Le parecía fascinante la idea, era ovbio, que algo tenían que hacer para romper ese hábito diario que se había vuelto una costumbre.
Ávidos de ilusión salieron de la oficina y se encaminaron hacia la agencia de viajes a por los billetes de avión. De camino entraron en unos grandes almacenes. Juan necesitaba un traje nuevo para una importante reunión de negocios en Londres, tenía que tratar con un cliente muy importante y quería causarle muy buena impresión. Ascendieron a la segunda planta y una vez allí, fiel a su firma acudió al córner de Hugo Boss.
Allí se hallaba Núria, era una dependienta de la prestigiosa firma. Núria era una chica de unos treinta años. Vestía un uniforme en traje chaqueta pantalón negro y una ajustada camiseta de licra negra. Su lacio pelo era negro azabache, justo media melena. Un sutil y ligero maquillaje cubría su cara. Su rostro era fastuoso, aterciopelado, su piel anacarada y sus mejillas rojizas, la hacían una criatura tan voluptuosa. Sus ojos eran marrón pardo, casi negros. Su mirada, era una mirada felina, era libinidosa, refinada y tremendamente atractiva. Sobres sus carnosos labios un pequeño toque de brillo.

Núria se acerco y amablemente les atendio, les mostro varios trajes que minuciosamente había elegido, y acto seguido los hizo pasar al probador.
El probador era espacioso, en dos de sus paredes dos amplios espejos cubrían la pared de arriba a abajo, en la otra, había una barra de acero para poder colgar las prendas y un comodo banquillo forrado en piel negra.
Núria le colgo un par de trajes en la barra del probador y Juan entró dispuesto a provarselos. Sandra esperaba fuera, mientras elegía una camisa para la ocasión. Núria la asesoraba en todo momento. Él salio y le pidio a la dependienta que le trajera algún traje más que no le convencían los anteriores, entonces Sandra se percató de que se demoraría cosiderablemente y decidio bajar a la primera planta para mirar alguna cosa para ella.
Núria eligió un precioso traje en color azul marino, junto a una camisa blanca y se la entró al probador. Núria fue por una corbata, buscó la más acorde con el traje, una malva oscuro. Al salir Juan del probador le dijó: " esté me gusta mucho, tómame las medidas que me lo quedo". Ella le mostró la corbata y le gusto, acto seguido ella lo entró en el probador y le puso la corbata al cuello. Él percibía su aroma, era un dulce olor, floral i afrutado, que la hacía aún más apetecible. Una vez le anudo la corbata, le despojó de la americana para tomarle las medidas del pantalón. Deslizó sus manos por su cintura para comprobar que estuviera bien de talla y poco a poco se inclinó para tomarle las medidas de los bajos del pantalón. Él, frente al espejo espectante y ella de rodillas en el suelo, deslizaba sus manos una a cada lado de la pierna muy despacio, hasta llegar al bajo. Minuciosamente clavo los alfileres y se incorporó de nuevo. Tomó la americana y se la puso de nuevo, desde atrás levanto sus brazos y rodeando su torso le abotonó la americana. A Núria el pulso se le aceleraba, miraba de contener la respiración. Le pidió que no se moviera, pues, tenía miedo de clavarle un alfiler, y en ese preciso instante ella se pinchó un dedo. Corrió a mirar si sangraba e iba a introducir su dedo en su boca para que no lo hiciera y él, en un arrebato le tomó la mano y miró su dedo y acto seguido se lo introdujo en su boca. Empezó a lamerlo y a succionarlo con fuerza. Ella contenía sus suspiros, le quito el dedo de su boca y empezó a besarle. Se besaron apasionadamente, en ese preciso instante entró Sandra.
Absorta se quedó al ver aquello, sin mediar palabra salió del probador, cerró la puerta y esperó al otro lado cinco minutos. Tomó aire y volvió a entrar. Dejó las compras , el abrigo y el birki en el suelo y se abalanzó sobre Núria y empezo a besarla bajo la atenta mirada de su marido. Juan no daba credito al comportamiento de su mujer, pues ella jamás había tomado la iniciativa ante nada, él la había visto siempre como algo frágil y delicado. Ansioso observaba como ella le quitaba la americana a Núria, y le levantaba la camiseta, quedando a la luz su sujetador. Era un sujertador sencillo de color fúcsia con un par de lazos. Enloquecida Sandra siguió besandola y le arrancó la camiseta, introdujo sus dedos en su boca mientras con la otra mano apartaba el sujetador y asomaba un pezón que ella lamió con delicadeza. Sus manos recorrian su vientre, posteriormente sus labios lo recorrerían tambien, mientras sus manos desabotonaban el pantalón de Sandra. Juan estaba fuera de sí, en un estado de enajenación y excitación desbordada, no perdía ni uno de los detalles, pués estaba descubriendo la faceta más salvaje de su mujer, algo que él desconocía por completo, pero que a la vez le apasionaba. Le bajó los pantalones, le dió la vuelta y la puso frente al espejo, y allí observaba el reflejo de él en el espejo asegurandose que Juan no se perdiera nada de lo que sucedía. Introdujo sus dedos bajo el tanga de Núria, mientras mordisqueaba sus nalgas, ella apoyada sobre el espejo gemía . Sandra continuó hasta que ella gritó, un desgarrador grito de placer.
Juan excitado, cogió a Sandra y la sentó en el banquillo. Le quitó las medias y anudó sus muñecas con ellas en la barra de acero. Desabrochó su camisa mientras besaba su cuello, y allí observo como jamás había hecho antes, cuanta belleza escondía Sandra bajo esa vaporosa camisa de seda. A la luz quedó su lencería, era un precioso body de seda, en rosa palo, con encanjes negros, muy sugerente, y sensual, a la par que elegante, tal como era ella. Besó sus pechos, su vientre, subió lentamente su falda mientras lamía sus muslos y allí delante de Núria la hizo suya. Ambos sucumbieron su placer en un intenso y placentero climax. Dándole a su monótona y aburrida vida un gran ápice de color y placer.

"Pretensiosos destellos".


Con motivo de la 33 America's Cup, Valencia estaba siendo visitada por gente de todo el mundo y Pablo aprovecho el filón para organizar una exposición de diamantes en su joyería.
Tenía una joyería en la centrica calle de Cirílo Amorós, un negocio familiar que había heredado de sus abuelos. Era una lujosa y amplia joyería, decorada con sumo gusto, con un ligéro toque minimalísta, rodeada de espejos negros y amplias vitrinas en las que se podían ver las exquisítas joyas que disponían en su haber. Dos amplios mostradores en marmol negro vestían la entrada, sobre ellos unos esquisitos y pequeños espejos de pie barrocos montados en una motura de plata. Justo enfrente, unas cómodas butacas lacadas en plata y forradas de terciopelo gris marengo. Sobre los mostradores, dos grandes y vistosas arañas de diseño en color negro y plata, una a cada lado.
A su cargo, tenía dos depedientas, Inés una jovenzuela de veintidós años, y Mercedes una mujer de cinquenta, que llevaba trabajando para él desde que sus abuelos eran los propietarios.
Pablo era un hombre de unos cuarenta años. Soltero, interesante, sensual y fornido. Cuidaba con esmero su físico. Iba al gimnasio y cuando podía salía a navegar, por lo que tenía el cutis dorado por el sol. Pelo canoso y unos nítidos ojos azules le hacían muy atractivo, era extrovertido y muy simpático; sabía ganarse bien a la clientela. Vestía un entallado traje chaqueta negro con ralla diplomática, camisa blanca y una corbata de seda en color burdeos. Zapatos italianos negros con cordones, a juego con el cinturón. Era un hombre, tremendamente culto, amante de la lectura y un intelectual gran apasionado del arte, lo reflejaba en todas y cada una de sus joyas. Sin duda era el eterno galán.
Mercedes era una mujer muy bien conservada para su edad, de corto pelo rubio, ojos marrones y una tez muy risueña, por el contrario Inés era introvertida, tímida. Lucía una preciosa melena rizada, rojiza como el fuego. Su aterciopelada y lozana piel, era majestuosa. Sobre sus mejillas unas pecas que le daban un toco pintoresco. Tenía unos ojos color miel, una mirada intensa, dulce y angelical. Su temprana edad y su casta inocencia la convertían en algo virginal, un tierno bombón que sacudía los sentidos. Ambas vestían un patalón de pinzas negro, una negra camisa entallada al cuerpo, con un poco de évasé en las mangas y en el cuello un lazo que anudaban a un lado, calzaban unas manoletinas negras. No llevaban joyas, tan solo unos sencillos y diminutos brillantes en sus oidos. En el caso de Inés el cabello recogido. Un maquillaje tenue, un pequeño toque de rimmel en las pestañas y un ligero brillo en los labios, algo sutil y deliciosamente encantador y elegante.
Aquel sabado, finalizaba ya la jornada laboral, los nervios y prisas de úlima hora afloraban el ambiente, pués ya terminaban de detallar los preparativos de la exposición. Anduvieron colocando los canapes de todo tipo sobre los mostradores, empezaron a colocar las copas y a medida que entraban los clientes iban descorchando una a una las botellas de champagne francés. En el fondo de la joyería, sobre una improvisada y larga mesa cubierta por unos mantos de terciopelo negro se hallaban los diamantes, los había de todos los tamaños y tallajes. Habían piezas especiamente sublimes de una belleza extraordinaria, lindas de verse sobre una mujer.
La exposición, hizo acopio de amigos y clientes y fue un verdadero éxito, tal como era de esperar. Fueron recogiendo y ya finalizando se quedaron Pablo y Inés en la tienda sólos y allí él le dejó probarse una de las sortijas. Tomó su mano y le introdujo la sortija en su dedo, ella quedo deslumbrada por su belleza. Él admiraba como sus ojos brillaban, casi tanto como la preciosa alianza que recorria su dedo anular. Inés se quitó la sortija y Pablo la agrupó con el resto para guardarlas en la caja fuerte. De camino a la caja fuerte no podía olvidar el olor que Inés desprendía, un dulce olor afrutado, con ligeros toques de azahar, eso embriagó sus sentidos.
Pablo se sintió atraido por ella desde el primer momento que la vió, y deseó poseer cada centimentro de su piel, pero antes codició deleitarse con su físico. Le pidió que se quedara, ella sedienta de aventuras accedió a quedarse, y él se apresuró a cerrar la puerta, bajó las luces, y sobre el mostrador tendió uno de los mantos de terciopelo negro.
Cogió a Inés por la cintura y la sentó sobre el manto. Allí fué quitándole los zapatos, uno a uno, y lentamente empezó a desvestirla. Sus manos empezaron a ascender por su diminuto cuerpecito, fue ascendiendo por sus piernas, sus muslos, fijó sus manos en su cadera y allí fué extrayendo la camisa de dentro del pantalón. Sus manos siguieron ascendiendo hasta llegar a su cuello, allí desanudó el lazo, y posteriormente desató sus cabellos rojizos, sus dedos se anudaron a sus rizos y los acercó para olisquearlos, podía notar su dulce y suave tacto. Acto seguido desabotonó su camisa, introdujo sus manos dentro de la camisa y los posó sobre sus hombros y lentamente fue abriendo su camisa, y la dejó caer por su espalda. Observaba cautivado sus voluptuosos pechos, cubiertos por un sujetador azul celeste, liso sin ningún tipo de pretensión. Continuó deslizando sus manos por su torso y llegó a su cintura, una vez allí deslizó sus dedos entre su pantalón y lo desabotonó, quedando a la vista un coulotte del mismo color que el sujetador, se lo retiró y la tendió sobre el mostrador. Peinó su pelo y acto seguido le retiró con mucha cautela sus prendas íntimas, admirando en todo momento la belleza de su inmaculado cuerpo. Fué a por los diamante de la caja fuerte, y los acercó al mostrador. Introdujo sus manos en unos blancos guantes de algodón y con unas pinzas fue cubriendo su cuerpo con los diamantes. Minuciosamente los iba ordenando por tamaño y pureza sobre su pubis perfectamente depilado. Con cautela y minucia, uno a uno, fue dándole forma a su obra. Al rato se vislumbraba un precioso y destelleante corazón. Luego sobre su vientre desnudo, deleitándose con su obra, se sirvió una copa de espumoso y frío champagne dejándolo deslizar por su piel, notando como ésta se erizaba. Bebió y se embriagó de ella, sabía que no debía poseerla, así que allí la dejó y pasó a sentarse en uno de los sillones. Se sirvió una copa de champagne y tomo asiento. Tomó aire y llevó su copa a la boca, posteriormente encendió un cigarrillo y allí admirado, se recreó observando y deleitandose con su primorosa y deslumbrante obra.