sábado, 24 de julio de 2010

“El inocente reflejo de la luna”.



Paso mis vacaciones en un recóndito lugar del pirineo leridano. Un paraje rodeado de cumbres llenas de extensas pinedas y silvestres flores, que prontas marcan la llegada de la primavera.
Poco hay que hacer en mi pueblo, pero es de agradecer con la vida mundana y estresante de la ciudad.
Mi pueblo es un lugar pequeño de arraigadas costumbres y tradiciones; en el que todo hijo de vecino se conoce, y donde el trabajo más loable, es el del cotilleo. Rodeado de abruptas montañas y justo en medio de dos bravos ríos, “El Flamicell” y “El Noguera Pallaressa”. Con las primeras calores su cauce crece, pues las nieves de los picos empiezan a deshelar y empujan con fuerza el agua montaña abajo llevándola a morir al pantano de Sant Antonio.
Gratamente mantengo buenos recuerdos de él en mi memoria: mi niñez, mi adolescencia; mi primera vez.
Yo era la hija del director de una entidad bancaria. La tercera de cuatro hermanos, risueña, rebelde; toda una fierecilla por domesticar.
Recuerdo que las clases de la madre Genoveva eran bastante aburridas, y nosotras ávidas de emociones, decidíamos hacer pellas en el colegio en esas tardes primaverales donde el calor asfixiaba y hacía cantar a las chicharras en los trigados campos.
En una de esas cargantes clases, Montse y yo nos escapamos, cogimos las bicis y nos fuimos dirección a “lo lago”, (así llamamos al pantano los habitantes del lugar).
Después de media hora de intenso pedaleo llegamos; tiramos las bicis y rápidamente nos desvestimos, quedando nuestros escuálidos y diminutos cuerpecitos en paños menores.
Aquel día el calor apretaba sumamente, así que nos apresuramos a meternos en el agua. Esta estaba fría, pues por esas fechas mucha de esa agua es parte aún del deshielo de las cimas y no ha tenido tiempo de caldearse.
Después de saciar nuestros sofocos, salimos y nos tendimos un rato al sol. Creíamos estar solas, ajenas a todo lo que nos rodeaba, pero de entre los chopos surgió un chico. Estaba acampando entre la arboleda, así que nos apresuramos a vestirnos. Era uno de tantos holandeses que año tras año, a primeros de junio vienen a pasar sus vacaciones a mi comarca: “El Pallars Jussà“.
Por aquel entonces yo tan sólo tenía dieciséis años y poco sabía de hombres, desconocía por completo los placeres terrenales y los efectos que cupido y sus maquiavélicas flechas causaban en las personas.
Mi forma estaba cambiando de niña a mujer; y en esa mutación estaba empezando a descubrir y regocijarme al mismo tiempo de mi nuevo cuerpo y de los secretos ocultos que este albergaba.
El chico era bastante mayor que nosotras. Se acerco a donde estábamos y empezó a conversar con las dos.
Recuerdo como si de hoy se tratará que estaba nerviosísima; era tan guapo. Mi inglés era nefasto, yo por aquellos tiempos no era una alumna ejemplar, pero como pude me hice entender y estuvimos toda la tarde hablando y echando unas risas.
Un soplo de viento revoleo mi pelo y él con delicadeza lo aparto de mi cara, acariciando mi rostro y poniéndolo tras de mi oreja. Temblorosa sonreí y levemente se sonrojaron mis mejillas, baje la vista por miedo que pudiera percatarse de lo que estaba suscitando en ese preciso instante. Sentía el pulso acelerado, mis palabras se entrecortaban, notaba que se entorpecía mi habla y mis manos no dejaban de sudar; jamás había sentido nada parecido; era algo inaudito y a la vez tan gratificante. Era la primera vez que sentía centenas de hormigas corretear por mis muslos.
Estaba atardeciendo y ya iba siendo hora de regresar a casa, se aproximaba el momento de cenar.
Una vez en casa, cenamos mis hermanos y yo. Como todas las noches, mi padre se puso a contar las hazañas del banco y de sus clientes, todos estaban pendientes de él; todos excepto yo, en mi mente tan sólo tenía cabida John.
Es curioso que con el paso del tiempo siga viendo en mi padre la imagen de mis años de espera, de mis años solitarios. Una imagen fría y severa de soledad, aliviada tan sólo por el entendimiento de la sangre.
Me dispuse a irme a dormir. Una vez en la cama no paraba de dar vueltas y más vueltas.
Esa noche hacía un calor pegajoso y asfixiante, pero este no era el causante de mi repentino insomnio. No podía dejar de pensar en John, en el leve roce de su mano sobre mi rostro.
Cerraba mis ojos y claramente podía notar la yema de sus dedos sobre mi mejilla. Mi mente empezó a divagar y fue más allá, intentando imaginar como sería si esas caricias descendieran cuerpo abajo.
Acompañando a mis pensamientos, mis manos fueron participes en ese afán aventurero. Mis largos dedos rozaron mis labios. Intentaba imaginar que eran sus labios los que acariciaban los míos levemente. Podía sentir que intensa y ardiente era su saliva. Diminutas gotas de salitre emanaban de los poros de mi piel y mi cuerpo empezó a sudar, tembloroso ambicionaba ser descubierto. Notaba como estas una a una, iban descendiendo por mis inapreciables pechos. Descendían sin precipitarse, lo hacían en un movimiento cadencioso. Podía sentir que cientos de sensaciones impúdicas efervescentemente emanaban de mi bajo vientre, y todas mis emociones junto con mis fervientes gotas de sudor iban a condensarse en un solo punto; justo bajo el ombligo, allí, en el bosque enmarañado de mi pubis; en ese mágico punto donde se hallaba la flor majestuosa y virginal.
Delicadamente, con la ayuda de mi mano fui apartando uno a uno los bellos que la cubrían, quedando mis rosados pétalos a la luz. Mis dedos, cuanto más profundizaba en ellos más se impregnaban del néctar que esta desprendía.
Sigilosa, por miedo a ser descubierta intentaba sollozar mis suspiros, pero mi deseo más se aviva con el leve movimiento de mis dedos. Aumente el ritmo de estos y mis suspiros eran incontenibles. Estaba descubriendo un placer estallante que crecía por momentos, hasta que una ardiente combinación de sensaciones explotó en mi interior, bañando completamente mi mano a su paso.
Al finalizar, noté que mi corazón trotaba como un potrillo colina arriba. Me sentí extasiada, levemente agotada pero a la vez, una picara sonrisa se dibujaba en mi rostro. Me sentía tremendamente complacida con mi descubrimiento. Ese fue el principio de un largo romance conmigo misma.
A la mañana siguiente desperté con una extraña sensación de bienestar, y con el recuerdo permanente de John en mi memoria. Era sábado por lo que quedaba exenta de clases, así que me apresuré a desayunar y con el pretexto de que tenía un trabajo que hacer, salí de casa dirección a “lo lago”.
Cargue los libros en mi bici y monté sobre ella pedaleando sin cesar, no paré hasta llegar allí, nada deseaba más que verle de nuevo.
A medida que me acercaba notaba el aleteo de cientos de mariposas subir y bajar por mi estomago, una fuerza ajena a mí me empujaba a descender con rapidez. Ansiaba notar su presencia y mi ansia se tornaba deseo.
Nada más llegar, allí estaba él; emergía del agua. El sol doraba su piel y sus cabellos rubios parecían hilos de oro que relucían bajo su luz. Al verme me sonrió y yo emocionada corrí a su vera.
Estuvimos conversando un largo y tendido rato. Ese momento me hacía sentir dichosa y notaba que sus palabras acariciaban mis sentidos elevándolos al delirio.
Me pidió que le cortará el pelo y yo perpleja; no dudé ni un solo instante. Se sentó frente a mi, notaba su espalda mojada sobre mis piernas, las frías gotas de agua descendían por mis muslos, erizando mi piel a su paso. Mis dedos jugueteaban anudándose en su rubia melena rizada, una y otra vez. Aquel instante me resultaba tan excitante y a la vez tan erótico. Intentaba sostener las tijeras en mis manos, pero estas desobedecían mis ordenes generando a su paso torpeza y incertidumbre; tenía miedo de dañar su hermosa melena. Él al notarlo, se dio la vuelta y me quitó las tijeras de las manos, agarró mi manos acercándome hacía él, yo tan sólo me dejé llevar. Tan impresionada estaba con mi propia hazaña que movida por su experiencia y por su amabilidad me dejé besar. Me besó intensa y apasionadamente y al besarme me dijo:
- La gente creerá que estoy loco por desearte; tan frágil, tan candida, tan inocente….-
Y en aquel preciso instante supe, mirando fijamente a sus ojos que lo estaba; y que yo amaba esa locura suya.
Mis pies despegaron del suelo al sentir sus labios sobre los míos, por un leve intervalo de tiempo creí levitar. El contacto de sus ardientes labios hizo despertar a todas las criaturas que en ese instante habitaban en mi. Podía sentir a las mariposas corretear y a las hormigas volar por todo mi cuerpo, elevando momentáneamente mi temperatura a su paso.
Fue mi primer beso, y aunque a lo largo de mi vida hubieron más besos, ninguno fue como ese.
Me tendió sobre su toalla y allí me agasajo con caricias y besos que me hacían perder el sentido, en ese momento creía estar flotando en el cielo envuelta en esponjosas nubes de algodón, así que perdí la noción del tiempo y se me pasó la hora de la comer. Cuando recobre el sentido y me percaté de la hora pensé, que mi madre iba a matarme seguro, así que me despedí de John, muy a mi pesar. Él me pidió que le acompañará en la cena, que cocinaría algo especial para mí, y que luego nos sentaríamos a ver el reflejo de la luna llena sobre el pantano. No pude negarme a tales proposiciones así que quedamos en vernos por la noche.
Al llegar a casa, mi madre enajenada me estaba esperando, perfectamente sabía que los libros que llevaba bajo mi brazo eran el pretexto perfecto para que gallardamente me saltara la hora de la comida, así que ni se molesto en preguntarme por el trabajo y directamente paso a castigarme sin comer y sin salir aquella noche a la plaza a jugar con el resto de niños. Mi madre, que como todas las madres contiene unas altas dosis de sabiduría, sabía a ciencia cierta que el que me quedará sin comer no era motivo de preocupación para mi, pero que me dejara sin salir a jugar, ahí me daba donde más me dolía, y justo aquel día la ausencia de mis compañeros de juegos y risas no eran lo más importante para mi, John me estaba esperando, esa noche prometía ser única e irrepetible y yo era la protagonista de esa velada.
Me dispuse a ir a mi cuarto sin rechistar, sabía que poco tenía que apelar a la decisión de mi madre y; también sabía que callando solicitaba el sentido común de mi madre y con mi gesto quizás enterneciera su corazón y este, me levantara el castigo.
Mi madre no daba crédito a mi reacción, el que yo me mantuviera en silencio era algo inusual, por lo que la mujer se preocupo sumamente y mando llamar a médico, que vino a casa y rigurosamente me hizo un examen físico, diagnosticando que estaba incubando algún tipo de virus, por lo que me mando hacer cama un par de días. Yo arranque a llorar, no podía ser cierto, yo me encontraba bien, tan sólo tenía una leve dolencia cardiaca, que milagrosamente se curaba con la presencia de John.
Anocheció y; desde la ventana de mi habitación pude admirar la luna; tan brillante, tan redonda, tan bella. Mis ojos se humedecieron y una lágrima rodó mejilla abajo, sabía que él estaría esperándome y que yo no podía asistir.
Esa niña creció, pero no pasa ni un solo anochecer sin mirar al cielo y las noches de luna llena no cesa de imaginar como hubiera sido de especial ese furtivo encuentro y que inocente hubiera sido su reflejo sobre el agua dulce del pantano de Sant Antonio.